Victoria
Delicado, Héctor García y Joaquín Belmonte
Trump,
Salvini, Le Pen, Bolsonaro… No, no estamos hablando de apellidos de
jugadores de fútbol, como si quisiéramos hacer un intercambio de
cromos. Estos cuatro
personajes de máxima actualidad, junto a muchos otros
lamentablemente, en mayor o menor medida deciden cosas que te
afectan, que influyen en tu actividad diaria. Todos ellos tienen en
común su odio al sistema (instituciones, leyes, modelo de
convivencia), al diferente y a la solidaridad entre los pueblos y las
personas. Idealizan una idea de “patria” sin mezcla, sin
injerencias, superior, sin mancha alguna y a ser posible de gente
alta y guapa.
Hoy,
16 de noviembre de 2018, es el Día Internacional para la Tolerancia,
una fecha propuesta por la Organización
de Naciones
Unida
(ONU)
hace 23 años, que nace con un firme propósito: fortalecer
la tolerancia, el respeto y
la aceptación mediante el fomento de la comprensión mutua entre las
culturas y los pueblos.
El
odio al diferente, a las minorías étnicas, culturales y religiosas,
el rechazo a quienes piensan y actúan diferente a lo convencional,
(mal entendido casi siempre como lo normal, lo común) no es algo
nuevo ni en Europa ni en el resto del mundo. La segregación, el
apartheid,
las limpiezas étnicas, la idea de superioridad racial son fantasmas
del pasado que se creían superados
o muy minoritarios,
pero que en la actualidad van in
crescendo
en varias partes del mundo. Y no solo en las
dictaduras árabes, africanas o en repúblicas mal llamadas
bananeras.
En
occidente se cuece un caldo de cultivo que propicia que en Italia
cogobierne un partido xenófobo confeso, que en Francia el segundo
partido más votado sea un partido ultraderechista, que Trump sea el
presidente bufón, dañino, irrespetuoso y excluyente de medio mundo,
con sede en Estados Unidos o que en Brasil gobierne desde hace poco
un exmilitar supremacista, misógino, xenófobo e intolerante.
Si
nos
preguntarmos
por
los
motivos que
llevan
a una persona de escasos recursos, clase trabajadora o perteneciente
a una
minoría a
apoyar y votar a “lideres” cuyo programa y actuaciones van, en
principio, contra ellas o sus intereses, la
respuesta debe ser multifactorial,
porque
está
condicionada por muchas variables o fenómenos. Según
indica el
politólogo,
filósofo, sociólogo y catedrático
Samí Nair tiene que ver, por una parte, con
que
en Europa, y en menor medida en Estados Unidos, los cimientos del
proyecto comunitario, aunque asentado en la democracia de postguerra,
estaban basados en intereses económicos sin consenso de pertenencia
política común. Por otra parte, nos parecen acertadas las
reflexiones de Nair sobre la crisis económica de 2008 que ha puesto
en evidencia tanto el déficit democrático respecto de la
gobernabilidad del conjunto europeo como la desagregación social
sufrida por capas enteras de estas sociedades.
Al
fallar un proyecto común, que excluye y empobrece a muchas personas,
se despiertan los instintos más básicos y un falso sentimiento de
autoprotección, que se traduce en un “primero los nuestros, los
míos” con una clara intención de reducir los derechos a seguridad
social, sanidad e incluso desempleo, a los inmigrantes, y
un
rechazo a refugiados de guerras y de conflictos políticos que,
paradójicamente, son impulsados por los mismos gobernantes antes
citados. Ni qué decir del rechazo a otras minorías como los
colectivos LGTBI, activistas de los derechos humanos, indígenas,
feministas, ecologistas... Parece haberse producido una conjura
contra la tolerancia
a todo aquello que modifique el orden de sus cosas, lo “natural”,
lo de siempre, aunque lo de siempre haya sido injusto o se haya hecho
mal.
Frente
a este exclusivismo toca difundir la tolerancia. Tiene mucho sentido
recordar la Declaración
de Principios sobre la Tolerancia
suscrita por los estados miembros de la Organización
de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura
(UNESCO)
que establece entre otras cosas “que la tolerancia no es
indiferencia, sino que es el respeto y el saber apreciar la riqueza y
variedad de las culturas del mundo y las distintas formas de
expresión de los seres humanos”. Un claro alegato y un claro apoyo
a la interculturalidad como modelo de integración. Pero el espíritu
de esta declaración no se queda en el aspecto moral, sino que lo
sitúa como un requerimiento formal para los estados, grupos e
individuos. Se insta a los países a legislar para impulsar la
igualdad de oportunidades de todas y todos.
En
este contexto creemos oportuno y pertinente abogar y defender desde
el tejido asociativo, la política, sindicatos, universidad y
escuela actuaciones de sensibilización y normalización de todas las
personas, con independencia de su origen, raza, religión, cultura o
cualquier elemento “no común” a nuestra realidad o día a día.
Los estados, representados entre otros por
los partidos políticos democráticos, deben tomarse muy en serio de
qué lado están. Si optan por alinearse
con
otros actores que defienden ideas xenófobas, excluyentes,
insolidarias y de odio al diferente (en España tenemos varios de
ellos) o si toman partido por la Tolerancia, con
mayúsculas,
entendida ésta como una herramienta que propicie la aceptación de
todos y todas, y como una oportunidad para aprender y fomentar
vínculos de hermandad y enriquecimiento entre personas y culturas,
sin etiquetas ni exclusiones.
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